Soldado afectado por el uso de gas mostaza

Soldado afectado por el uso de gas mostaza

Cloro, gases y otras sustancias para matar más y mejor. La Primera Guerra Mundial y, en concreto, Ypres, al noroeste de Bélgica, casi en la frontera con Francia, fue el escenario de todos los horrores que un conflicto bélico podía deparar. Ya hemos hablado de la terrible guerra de trincheras y de los padecimientos que en los soldados producía el pie de trinchera, como consecuencia de la permanente humedad a la que sus extremidades se veían sometidas. Pero por si la naturaleza y las balas no habían hecho suficiente daño, una nueva y dramática experiencia se estaba cociendo en las mentes guerreras de los contendientes.

El 22 de abril de 1915 fue la fecha elegida. Los ingenieros alemanes llevaban ya unos cuantos días agujereando el suelo, introduciendo en el mismo una especie de cilindros metálicos conectados a unas bombonas que apuntaban a las trincheras enemigas. Un total de 5.730 cilindros con sus correspondientes bombonas esperaban el momento adecuado. A las cinco de la tarde el viento soplaba en dirección a las trincheras aliadas. Era el momento de abrir las espitas y liberar su contenido. Casi 170 toneladas de cloro se desplazaban impulsadas por el viento en forma de una densa nube hacia las posiciones enemigas. La primera bocanada la reciben los soldados de la División Argelina 45 y de la División territorial 87 del ejército francés.

Los resultados fueron “extraordinarios” para los alemanes. Se calcula que 5.000 hombres murieron por la inhalación del gas tóxico y otros 10.000 fueron afectados. Unos 4 o 5 kilómetros de frente quedaron a disposición de los germanos, que como es lógico, tenían sus reticencias a avanzar por donde sus gases acababan de actuar. El 24 de abril, dos días después, el ejército alemán vuelve a repetir la maniobra, ahora contra la segunda brigada canadiense, pero el factor sorpresa ya no funciona. Las víctimas del anterior ataque habían comprobado que el gas producido al liberar cloro se neutralizaba tapando la cara con un pañuelo mojado en agua. Los canadienses van más allá y lo hacen con uno mojado en sus propios orines, técnica que creían más eficaz. A partir de entonces, los soldados aliados procuraban llevar siempre a mano un pañuelo convenientemente orinado para proteger sus vías respiratorias, por si el cloro les sorprendía.

En la Gran Guerra se produjo una paulatina escalada en el uso de gases. Los franceses comenzaron, en el otoño de 1914, a emplear cartuchos con etil bromoacetato, un gas irritante, contra los alemanes. La respuesta alemana fue el cloro de Ypres. Poco después, los mismos franceses replicaron con fosgeno -oxicloruro de carbono- combinado con cloro. Y los alemanes, que no iban a quedarse atrás, correspondieron con otro “interesante” compuesto de fosgeno y gas mostaza, este último a base de azufre con un olor característico entre ajo y mostaza. El fosgeno mezclado con gas mostaza fue el más mortífero de los productos utilizados durante la Primera Guerra Mundial. El fosgeno quemaba los tejidos hasta alcanzar el hueso.

Por fortuna, la lewisita, producto de la investigación del estadounidense Winford Lee Lewis, o “rocío de la muerte” como también se llamó al invento, no llegó a emplearse.  La guerra terminó cuando los primeros proyectiles ya habían llegado a los campos de batalla.

La lewisita era otro gas vesicante, es decir, capaz de producir graves quemaduras por inhalación y por contacto, incluso a través de la ropa y el caucho, por lo que hubiera hecho inútiles los no muy avanzados medios de protección de que disponían los soldados de comienzos del siglo XX. Ademas, su absorción a través de la piel ocasionaba irreparables daños hepáticos. En esa espiral de retorcidos planes se contemplaba mezclarlo con gas mostaza, lo cual hubiera hecho aumentar la ya dolorosa cifra de más de 500.000 damnificados y 100.000 muertos que se calcula que el uso de gases tóxicos provocó en la Gran Guerra.

Precisamente, estas cifras y los horribles padecimientos sufridos por los afectados llevaron a la firma del Protocolo de Ginebra en 1925 que prohibía el empleo de estas sustancias pero, paradójicamente, admitía que se siguieran produciendo. Ni Japón ni Estados Unidos se adhirieron, aunque el país norteamericano lo haría en 1947. Una norma que, de hecho, era papel mojado, como el anterior Acuerdo de 1899 que firmaron con el mismo compromiso los mismos países que luego intervinieron en la Primera Guerra Mundial y usaron gases a discreción, y que obligaba a “abstenerse en el uso de proyectiles cuyo único propósito fuere la difusión de gases asfixiantes o nocivos”.

Dados los antecedentes, no iba a faltar una nueva ocasión en la que volver a utilizar el gas. Y así fue. Ahora el turno le tocaba a España. En la Guerra del Rif (1921-1927) los españoles, que habían sufrido el asedio de Monte Arruit con la derrota conocida como Desastre de Annual, fueron los primeros en emplear gases lanzándolos desde el aire. El objetivo eran los hombres del resistente  Abd-el-Krim, el cual denunció ante la comunidad internacional la agresión. La iperita y el fosgeno se compraron inicialmente a Francia y Alemania, y posteriormente se fabricaron en la Fábrica Nacional de La Marañosa, situada en las proximidades de Madrid. La idea de lanzar los gases desde el aire no resultó del todo exitosa. Las variaciones de los vientos causaron daños no solamente en las tropas rifeñas, también en muchos soldados españoles.

En el contexto de la Segunda Guerra Mundial, mención aparte merecen los japoneses. Muy belicosos y no demasiado escrupulosos, si no les tembló el pulso para hacer lo que hicieron en Pearl Harbor contra Estados Unidos, podemos imaginar el trato dispensado a los chinos. Contra estos usaron todo el arsenal disponible, -fosgeno, iperita y lewisita-. Además crearon en suelo de la China ocupada el famoso Escuadrón 731, donde se ensayó con todo tipo de armas químicas y bacteriológicas, incluyendo prácticas quirúrgicas en seres humanos, que si damos crédito a todo lo que sobre ellas se ha contado, sitúan a los nazis en el escalafón de inocentes principiantes.

Y si el uso de químicos es antiguo, no lo es menos la utilización de agentes biológicos. En la Edad Media, durante el sitio de la ciudad factoría genovesa de Caffa (Ucrania), el ejercito tártaro, que había sufrido una epidemia de peste,  antes de abandonar su asedio, catapultó cadáveres al interior de la ciudad defendida por resistentes genoveses. Los genoveses, de retorno a su república, introdujeron en Europa la enfermedad.

La viruela, la más mortífera de las enfermedades de la historia de la humanidad por el número de víctimas y por los muchos años que ha permanecido castigando al ser humano, fue utilizada como arma por las tropas inglesas en la guerra contra los franceses y amerindios (1754-1767), ocasionando una epidemia entre las tribus indias del valle del río Ohio.

La peste, la viruela, el cólera y el carbunco o antrax han estado siempre presentes como posible medio de ataque en las inquietas mentes guerreras. Su mayor problema, a la vez que gran ventaja para la humanidad, es que los microbios no saben distinguir los colores de los uniformes ni las graduaciones militares. De tal modo que resulta muy difícil controlar que la enfermedad no se vuelva contra quien la ocasiona. ©ÁNGEL SÁNCHEZ CRESPO/Extracto del libro EL GENERAL QUE SE ALIÓ CON LAS ARAÑAS. TORMENTAS, VOLCANES, PANDEMIAS Y OTROS FENÓMENOS NATURALES QUE CAMBIARON LA HISTORIA