Vieja friendo huevos. Diego Velázquez, 1618.

Vieja friendo huevos. Diego Velázquez, 1618.

 

LETUARIO Y AGUARDIENTE. EL DESAYUNO DEL SIGLO XVII

«Ande yo caliente y ríase a gente.

Traten otros del gobierno,

del mundo y sus monarquías,

mientras gobiernan mis días

mantequillas y pan tierno,

y en las mañanas de invierno

naranjada y aguardiente

y ríase la gente».

Estos conocidos versos de Luis de Góngora hacen mención a la primera ingesta matinal que los españoles del siglo XVII realizaban nada más levantarse: naranjada y aguardiente.

En las ciudades y poblaciones más grandes, el español de entonces, como el de ahora, tenía costumbre de desayunar fuera de su casa. Nada más salir a la calle buscaba algún puesto ambulante o confitería con licencia para la venta de estos productos.

La naranjada, no era un zumo de naranja, como su nombre nos puede dar a entender. Se trataba de una confitura elaborada con piel de naranjas amargas, que eran las que se consumían y conocían, impregnadas en miel, a la que se llamaba “letuario” o “lectuario”, por transformación del término electuario, que la Real Academia de la Lengua Española define como:

“Medicamento de consistencia líquida, pastosa o sólida, compuesto de varios ingredientes, casi siempre vegetales, y de cierta cantidad de miel, jarabe o azúcar, que en sus composiciones más sencillas tiene la consideración de golosina”.

Como no podía ser de otro modo, el letuario había de ser bien acompañado con un trago de alcohol, considerado medicinal, que terminaba de entonar el cuerpo para comenzar a afrontar el día. Se tenía al aguardiente como un gran desinfectante, y debía serlo, porque aquellos orujos secos y duros de Cazalla o Alanís, principales poblaciones sevillanas donde se producían, seguramente estaban capacitados para calentar bien el cuerpo las frías mañanas de invierno, y acabar con todo microbio que pululara por el gaznate o las tripas.

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Tan importante era el consumo de orujo con el letuario matutino, que a los gobernantes de entonces no se les escapó la posibilidad de aplicar un impuesto a la bebida alcohólica. El fisco, siempre tan pendiente de nuestra salud, justificó el recargo en el precio con la excusa de evitar un consumo excesivo de alcohol y combatir el vicio desagradable de la embriaguez. La renta del aguardiente se asoció al llamado impuesto de millones, aplicable a productos de consumo general, -como actualmente hace el impuesto sobre el valor añadido-, y solamente podía ser vendido en establecimientos con autorización. Por supuesto que entonces, como ahora, no faltaron los que hicieron lo posible por evadir el impuesto y aprovecharse del negocio. Aumentaron los puestos y vendedores clandestinos y, con ellos, los aguardientes a precio inferior pero adulterados o de pésima calidad. Corregidores, regidores, guardas de millones -algo similar a los actuales inspectores de hacienda-, y hasta clérigos fueron descubiertos, sancionados y excomulgados por estas prácticas corruptas, pero; es que el negocio del letuario era muy goloso, no se concebía una mañana en las principales poblaciones españolas sin los puestos de venta de letuario y aguardiente, los primeros en abrir. De hecho, Lope de Vega nos da una versión barroca del dicho actual “¿Dónde vas que aún o han puesto las calles?”, cuando nos cuenta como un amigo le dice a otro muy madrugador:

«¿Dónde vas, que aún no pregonan

aguardiente y letuario?» Lope de Vega. La locura por la honra. (1610-1612),

o en estos otros versos dedicados al despertar de la ciudad de Madrid:

“…comienza a amanecer en el Madrid y en el Oriente:

Sale el carro de la villa

con su auriga pecinosa

a conducir la olorosa

transformación amarilla:

la mula el médico ensilla,

da la purga el boticario,

pregónase el letuario,

huele a tocino el bodego,

canta el gallo, reza el ciego,

sube el fraile al campanario…”. Lope de Vega. Del glorioso San Isidro. Décimas.

Una costumbre la del letuario y el aguardiente que poco a poco se fue perdiendo, al menos por lo que respecta a su parte dulce, la de la confitura, porque el orujo, el anís, la copa de coñac o una mezcla de ambos licores, han seguido formando parte del ritual matutino de muchos trabajadores antes de comenzar la faena. En el barroco español, escuchar el grito ¡Al aguardiente y letuario! pregonado por los vendedores en plazas y calles de las ciudades, era la señal inequívoca de estar vivos un día más. Extracto del libro SI ERES GATO, SALTA DEL PLATO. COMER Y BEBER EN TIEMPOS DE CERVANTES. Ángel Sánchez Crespo e Isabel Pérez García. Guadarramistas Editorial.