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Acoma. Españoles en Nuevo México

Acoma en la actualidad

Acoma en la actualidad

ACOMA. ESPAÑOLES EN NUEVO MÉXICO

Algunos de los heroísmos y penalidades más característicos de los exploradores en nuestro dominio, ocurrieron alrededor de la asombrosa roca Acoma, la extraña ciudad empinada de los pueblos queres. Todas las ciudades de los indios pueblos estaban construidas en sitios fortificados por la naturaleza, lo cual era necesario en aquellos tiempos, puesto que estaban rodeadas por hordas, muy superiores en número, de los guerreros más terribles de que nos habla la historia, pera Acoma era la más segura de todas. En medio de un largo valle de cuatro millas de ancho, bordeado por precipicios casi inaccesibles, se levanta una elevada roca que remata en una meseta de setenta acres de superficie, y cuyos lados, que tienen trescientos cincuenta y siete pies ingleses de altura, no sólo son perpendiculares, sino que en algunos puntos se inclinan hacia delante. En su cumbre se alzaba -y se alza todavía- la vertiginosa ciudad de Queres. Las pocas sendas que conducen a la cima, y en las que un paso en falso puede precipitar a la víctima a una muerte horrible, despeñándola desde una altura de centenares de metros, bordean abruptas y peligrosas hendiduras, desde cuya parte superior un hombre resuelto, sin otras armas que piedras, podría casi tener a raya a todo un ejército (…)

(…) Volviendo de su viaje de exploración por aquellas desiertas y mortíferas llanuras, Juan de Zaldívar salió de San Gabriel el 18 de noviembre de 1598, para seguir a su jefe. Sólo tenía treinta hombres. Llegando al pie de la ciudad empinada el día 4 de diciembre, fue muy bien acogido por los acomas, quienes le invitaron a subir y visitar la ciudad. Era Juan tan bueno como valiente soldado, y conocía las estratagemas de guerra de los indios, pero por la primera vez en su vida, y fue la última, se dejó engañar. Dejando la mitad de su fuerza al pie del risco para guardar el campamento y los caballos, subió con dieciséis hombres.

Escarpado terreno en Nuevo México

Escarpado terreno en Nuevo México

Había en la ciudad tantas maravillas, era la gente tan cordial, que los visitantes pronto olvidaron toda sospecha que pudieran abrigar, y gradualmente fueron dispersándose aquí y allá para ver las cosas más notables. No esperaban sino esto los habitantes, y cuando el jefe de los guerreros lanzó su grito de guerra, hombres, mujeres y niños cogieron piedras y mazas, arcos y cuchillos de pedernal, y cayeron con furia sobre los dispersos españoles. Fue una horrenda y desigual lucha la que contempló el sol de invierno aquella triste tarde en la ciudad empinada. Aquí y allá, de espalda a la pared de una de aquellas extrañas casas, se veía un soldado de faz lívida, desharrapado, cubierto de sangre, blandiendo su pesado mosquete como si fuese una maza, o dando tajos desesperados con una espada ineficaz contra la tostada y famélica canalla que le rodeaba, mientras llovían piedras sobre su calada visera y por todas partes recibían golpes de clavas y pedernales. No había ningún cobarde en aquella malhadada cuadrilla: vendieron caras sus vidas, delante de cada cual había tendido un montón de cadáveres. Pero uno a uno, aquella ola de rugientes bárbaros ahogaba a cada tremendo y silencioso luchador, y se desviaba para ir a henchir el mortífero aluvión que envolvía a otro. El mismo Zaldívar fue una de las primeras víctimas, y en aquel desigual combate murieron otros dos oficiales, seis soldados y dos sirvientes.

Los cinco que sobrevivieron, Juan Tabaro, que era alguacil mayor y cuatro soldados, pudieron por fin juntarse, y con sobrehumano esfuerzo, luchando y sangrando por varias heridas, se abrieron paso hasta el borde del precipicio. Pero sus salvajes enemigos los perseguían, y sintiéndose demasiado débiles para seguir matando hasta llegar a una de las escaleras del risco, en el paroxismo de su desesperación, los cinco se arrojaron desde aquella tremenda altura. Extracto del libro LOS ESPAÑOLES QUE ENSANCHARON EL MUNDO. Charles F. Lummis. Guadarramistas Editorial.

Letuario y aguardiente

Vieja friendo huevos. Diego Velázquez, 1618.

Vieja friendo huevos. Diego Velázquez, 1618.

 

LETUARIO Y AGUARDIENTE. EL DESAYUNO DEL SIGLO XVII

«Ande yo caliente y ríase a gente.

Traten otros del gobierno,

del mundo y sus monarquías,

mientras gobiernan mis días

mantequillas y pan tierno,

y en las mañanas de invierno

naranjada y aguardiente

y ríase la gente».

Estos conocidos versos de Luis de Góngora hacen mención a la primera ingesta matinal que los españoles del siglo XVII realizaban nada más levantarse: naranjada y aguardiente.

En las ciudades y poblaciones más grandes, el español de entonces, como el de ahora, tenía costumbre de desayunar fuera de su casa. Nada más salir a la calle buscaba algún puesto ambulante o confitería con licencia para la venta de estos productos.

La naranjada, no era un zumo de naranja, como su nombre nos puede dar a entender. Se trataba de una confitura elaborada con piel de naranjas amargas, que eran las que se consumían y conocían, impregnadas en miel, a la que se llamaba “letuario” o “lectuario”, por transformación del término electuario, que la Real Academia de la Lengua Española define como:

“Medicamento de consistencia líquida, pastosa o sólida, compuesto de varios ingredientes, casi siempre vegetales, y de cierta cantidad de miel, jarabe o azúcar, que en sus composiciones más sencillas tiene la consideración de golosina”.

Como no podía ser de otro modo, el letuario había de ser bien acompañado con un trago de alcohol, considerado medicinal, que terminaba de entonar el cuerpo para comenzar a afrontar el día. Se tenía al aguardiente como un gran desinfectante, y debía serlo, porque aquellos orujos secos y duros de Cazalla o Alanís, principales poblaciones sevillanas donde se producían, seguramente estaban capacitados para calentar bien el cuerpo las frías mañanas de invierno, y acabar con todo microbio que pululara por el gaznate o las tripas.

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Tan importante era el consumo de orujo con el letuario matutino, que a los gobernantes de entonces no se les escapó la posibilidad de aplicar un impuesto a la bebida alcohólica. El fisco, siempre tan pendiente de nuestra salud, justificó el recargo en el precio con la excusa de evitar un consumo excesivo de alcohol y combatir el vicio desagradable de la embriaguez. La renta del aguardiente se asoció al llamado impuesto de millones, aplicable a productos de consumo general, -como actualmente hace el impuesto sobre el valor añadido-, y solamente podía ser vendido en establecimientos con autorización. Por supuesto que entonces, como ahora, no faltaron los que hicieron lo posible por evadir el impuesto y aprovecharse del negocio. Aumentaron los puestos y vendedores clandestinos y, con ellos, los aguardientes a precio inferior pero adulterados o de pésima calidad. Corregidores, regidores, guardas de millones -algo similar a los actuales inspectores de hacienda-, y hasta clérigos fueron descubiertos, sancionados y excomulgados por estas prácticas corruptas, pero; es que el negocio del letuario era muy goloso, no se concebía una mañana en las principales poblaciones españolas sin los puestos de venta de letuario y aguardiente, los primeros en abrir. De hecho, Lope de Vega nos da una versión barroca del dicho actual “¿Dónde vas que aún o han puesto las calles?”, cuando nos cuenta como un amigo le dice a otro muy madrugador:

«¿Dónde vas, que aún no pregonan

aguardiente y letuario?» Lope de Vega. La locura por la honra. (1610-1612),

o en estos otros versos dedicados al despertar de la ciudad de Madrid:

“…comienza a amanecer en el Madrid y en el Oriente:

Sale el carro de la villa

con su auriga pecinosa

a conducir la olorosa

transformación amarilla:

la mula el médico ensilla,

da la purga el boticario,

pregónase el letuario,

huele a tocino el bodego,

canta el gallo, reza el ciego,

sube el fraile al campanario…”. Lope de Vega. Del glorioso San Isidro. Décimas.

Una costumbre la del letuario y el aguardiente que poco a poco se fue perdiendo, al menos por lo que respecta a su parte dulce, la de la confitura, porque el orujo, el anís, la copa de coñac o una mezcla de ambos licores, han seguido formando parte del ritual matutino de muchos trabajadores antes de comenzar la faena. En el barroco español, escuchar el grito ¡Al aguardiente y letuario! pregonado por los vendedores en plazas y calles de las ciudades, era la señal inequívoca de estar vivos un día más. Extracto del libro SI ERES GATO, SALTA DEL PLATO. COMER Y BEBER EN TIEMPOS DE CERVANTES. Ángel Sánchez Crespo e Isabel Pérez García. Guadarramistas Editorial.

Madrid en la Guerra de la Independencia

Puerta del Sol en Madrid. 1808. Por Juan Gálvez (1773-1846)

Puerta del Sol en Madrid. 1808. Por Juan Gálvez (1773-1846)

 

MADRID EN LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA

Causa admiración entrando en Madrid a la mañana por la Puerta de Toledo, y la Plaza de la Cebada donde se hace el mercado, el concurso tumultuoso de las gentes del campo y de las provincias, diversamente vestidas, que llegan, marchan, van y vienen. Allá un castellano levanta con dignidad los pliegues de su ancha capa, como un senador romano envuelto en su toga. Aquí un boyero de La Mancha con un largo varal en la mano, está vestido de un coleto de piel de buey, que parece  por lo antiguo de su forma, a las túnicas que tenían los guerreros romanos y los godos. Más lejos se ven hombres cuyos cabellos están envueltos en una redecilla de seda, otros traen una especie de chupa corta oscura guarnecida de azul y encarnado, que trae a la memoria los vestidos de los moros. Los hombres que traen esta vestimenta vienen de Andalucía, y se distinguen por sus ojos vivos y negros, en sus miradas más expresivas y más animadas, y en un lenguaje más rápido.

Mujeres puestas en los ángulos de las calles y en las plazas, preparan alimentos para todo este pueblo forastero que no está en Madrid mas que de paso. Llegan largas hileras de mulas cargadas de pellejos de vino y de aceite, o bien numerosas bandas de asnos conducidos por un solo hombre que les habla sin cesar. Se encuentran también carros tirados por seis u ocho mulas adornadas de campanillas, a las cuales conduce un hombre solo con una destreza admirable sin servirse de riendas, solo a la voz y dando grandes gritos. Un silbido agudo y prolongado basta para detener a todas estas mulas en un instante. Reparando en lo delgado de sus piernas, en su mucha alzada, y en sus cabezas elevadas y fieras, se podría creer que eran tiros de ciervos o de alces.

Las voces de los conductores de los carros y de los muleteros, el sonido de las campanas de las iglesias, que se oye incesantemente, éstos hombres diversamente vestidos, la actividad meridional que manifiestan por sus gestos expresivos, o por gritos en una lengua sonora que nos era desconocida, y sus costumbres tan diferentes de las nuestras, daban a la capital de España una apariencia del todo extraña para hombres que venían del norte, donde para todo se nota el mayor silencio. Nos admirábamos tanto más, cuanto Madrid era la primera gran ciudad que habíamos hallado poblada después que habíamos entrado en España.

A la hora de la siesta, sobre todo en verano, durante el calor del sol, se suspendían todos los ruidos. La villa entera estaba entregada al sueño, y no se oía en las calles más que el eco de los pasos de los caballos de algún piquete de nuestra caballería, que volvían de hacer una ronda, o el tambor de un destacamento de infantería que montaba solitariamente la guardia. Este mismo tambor francés había tocado la marcha y el ataque en Alejandría, en El Cairo, en Roma, y casi en todas las ciudades de Europa desde Kanisberg hasta Madrid. MEMORIAS SOBRE LA GUERRA DE LOS FRANCESES EN ESPAÑA. Albert Jean Michel de Rocca. Guadarramistas Editorial

El Sexmo de Lozoya

El Sexmo de Lozoya

El Sexmo de Lozoya

El Sexmo de Lozoya. Después de una largo período de luchas entre cristianos y musulmanes, a finales del s.XI, Alfonso VI  había conseguido hacerse con las tierras situadas a ambos lados del Sistema central. Los territorios de lo que actualmente es Madrid, Guadalajara o Toledo, eran extensas zonas despobladas y sin ley que había que administrar, algo que se hizo a través de las denominadas Comunidades de Tierra y Villa.

En el ámbito territorial de la Sierra de Guadarrama se creó la todopoderosa Comunidad de la Ciudad y Tierra de Segovia. Las doscientas aldeas a su cargo debían ser gestionadas de una manera eficiente, así que nada mejor que descentralizar todo aquel poder y repartirlo en unidades administrativas menores, algo muy parecido a los que los suizos hacen con sus cantones. Para ello se formaron los llamados sexmos, cuya finalidad era recaudar tributos, gestionar el patrimonio común y arreglar los pleitos entre los pobladores.

La Comunidad de la Ciudad y Tierra de Segovia estaba dividida en trece sexmos y extendía sus dominios a territorios tan alejados de la Sierra de Guadarrama y de la propia ciudad de Segovia como Valdemoro (Madrid). Los sexmos de la zona sur de la Sierra de Guadarrama eran los siguientes: Manzanares, Tajuña, Casarrubios, Valdemoro y el sexmo de Lozoya, que se componía de las siguientes poblaciones, entonces aldeas: Rascafría, Oteruelo, Alameda, Pinilla, Canencia, Bustarviejo, Lozoya, y más tarde, Navalafuente y Valdemanco.

Probablemente no hayamos disfrutado a lo largo de la historia de una organización más democrática que los sexmos. Desde luego no había lugar a eso que llamamos ahora “listas cerradas”. El máximo representante del sexmo era el procurador de Tierra, también llamado procurador común o sexmero mayor. El cargo solamente podía recaer en un vecino sabio, es decir, con experiencia en los asuntos de los pueblos. Debía ser de buena fama, crédito y opinión, sin pertenecer a la nobleza.  Sus intereses particulares no podían ser superiores a los de cualquier otro vecino, o lo que es lo mismo, debía actuar como un vecino más en lo cotidiano, con pleno conocimiento de los problemas de los demás convecinos. Los montes, pastos, caza y aprovechamientos naturales se gestionaban en un régimen muy similar al de las cooperativas y, por supuesto, eran comunales. Los jueces eran nombrados por elección popular. Para terminar, el lema del sexmo era el siguiente “nadie más que nadie”.

Los sexmos,  como institución administrativa, se mantuvieron durante casi ocho siglos, hasta la práctica desaparición, en el s. XIX, de las Comunidades de Villa y Tierra. Sin embargo, algunas pequeñas facultades en el ámbito de la gestión de leñas y pastos comunes siguieron manteniéndose y han llegado hasta nuestros días. Actualmente, se mantienen once sexmos, que gestionan unas cuantas hectáreas y que integran la Comunidad de Segovia. De esa comunidad sigue formando parte el sexmo de Lozoya, en el que el sexmero mayor es el alcalde. Hoy día, el sexmo solamente se reúne para tratar pequeñas cuestiones de usos y aprovechamientos comunales. ÁNGEL S. CRESPO para GUADARRAMISTAS. (SI TE HA GUSTADO ESTE ARTÍCULO, PODRÁS DISFRUTAR DE MUCHOS MÁS CON AMPLIOS CONTENIDOS EN NUESTRO LIBRO “101 CURIOSIDADES DE LA HISTORIA DE LA SIERRA DE GUADARRAMA QUE NO TE PUEDES PERDER”).

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