El oficio de calero. La obtención de la cal viva –óxido de calcio- necesita del calentamiento previo, a unos 900 grados, de la piedra caliza –carbonato de calcio-. Actualmente, esta transformación se consigue en hornos industriales, pero durante años, en las poblaciones en las que la piedra caliza era la base geológica de su suelo, se han utilizado los hornos de cal para la obtención de este preciado producto.
Las caleras u hornos de cal consistían en un pozo de unos cuatro metros de profundidad por tres de diámetro, con paredes recubiertas de arcilla para evitar la pérdida de temperatura.
Desde el interior de la estructura se iban disponiendo minuciosamente y por tamaños las piedras calizas previamente troceadas, hasta formar una bóveda exterior. En el centro quedaba el espacio necesario para instalar la leña que se prendería fuego para quemar la piedra. Por medio de un hueco en la base del horno, el calero iba avivando el fuego sin dejar que se apagase durante todo el proceso de cocción.
La lluvia podía arruinar todo el proceso, motivo por el que se elegían días de verano tranquilos y sin riesgo de precipitaciones para preparar y encender el horno. Durante las primeras horas de cocción, las piedras de cal iban desprendiendo su humedad, originando un humo blanco. A medida que la piedra se quemaba, el humo tornaba a un color más oscuro. Durante tres días y dos noches el horno permanecía encendido, continuamente alimentado con leña para evitar su enfriamiento. De tanto en tanto se extraía la ceniza de la leña quemada para dejar espacio a la nueva. El tercer día se dejaba de meter leña al horno, tapando la abertura casi completamente, y permitiendo así que se fuera apagando lentamente, pero con el suficiente tiro como para terminar la combustión.
La tarea no terminaba aquí, el horno permanecía enfriándose durante una semana. Transcurrida la misma, si la piedra se había cocido correctamente, lo normal es que la bóveda exterior se hundiera, producto de la conversión en cal de la piedra, ya carente de consistencia, lo que constituía una buena señal.
Enfriado el horno se empezaban a desmontar la piezas de piedra cocida, comenzando por arriba. El aspecto de la piedra resultante era quebradizo y ligero, tras su transformación en una piedra porosa y blanda que se desmoronaba con facilidad. La piedra caliza se había convertido en cal.
Lo habitual es que no todas las piedras se hubieran cocido perfectamente, por eso el calero efectuaba una selección desechando las piedras mal cocidas. El aprovechamiento obtenido solía rondar el 60% de la piedra empleada. Una vez que la piedra quemada era machacada y molida se obtenía el producto final, la cal viva.
En 1824 se produjo una auténtica revolución al presentarse el cemento como nueva y eficaz sustancia conglomerante en la construcción. Hasta ese momento se había empleado la cal -que también forma parte del cemento-, mezclada con arena, como argamasa en las labores constructivas para dar solidez a los edificios. La cal se empleó para enriquecer el suelo agrícola, permitió el estucado y la pintura al fresco y enlució paredes, refrescando el interior de las viviendas al reflejar la luz del sol. Por su poder cáustico sirvió como desinfectante, tanto en las paredes de las viviendas, como en los enterramientos de animales muertos y de los seres humanos víctimas de epidemias y guerras.
En nuestros días, los hornos de cal están abandonados o simplemente desaparecidos. Solamente quedan sus ruinas o su recuerdo en el nombre de los parajes en los que se asentaban. No es infrecuente encontrarnos a lo largo de la geografía con parajes denominados las caleras, calerizas o los calizos. La industria se ha hecho cargo, a gran escala, de lo que un día fue un medio de subsistencia para muchos habitantes de nuestros pueblos. ÁNGEL S. CRESPO para GUADARRAMISTAS.
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