Amaneció el día, y el día estaba preparado. Tenía bajo su corteza de luz el arrebato de abril. Desde la urbe, subiendo hacia La Morcuera, los pequeños cursos de agua sonaban para desperezar la hojarasca invernal y pronto, arriba, junto a la fuente Cossío, se estiraba Peñalara bostezando con su pijama de piel de vaca -sus manchas blancas de nieve se van achicando y dejan ver, a cachos, su epidermis de verano-.
Hacia el Valle del Lozoya, los robles que pugnan por estar lo más arriba posible aún duermen sus hojas, que la prudencia obliga a esperar a mayo, pues los altos del Guadarrama son recios en su tierna primavera. En la bajada hacia Rascafría, sin embargo, los robles más hondos presumen ya de sus primeros puños de hojas, aún cerrados y sin estirar. Sólo la fresneda, atrevida, y todo el bosque de ribera son ya una fiesta.
La primavera ha llegado al Valle del Lozoya. Lo saben todos, los mamíferos, los pájaros, los insectos de efímera vida y los lagartos -alguno se dejó saludar también-. El sol abraza suave los pastos y promete llegar para quedarse, aunque las nubes, pasajeras, le obliguen a desdecirse por instantes.
Abril es rápido en el calendario y hay que aprovecharlo. Entre las calizas y los pastizales, entre el agua a rebosar y la montaña seria -porque estas montañas son serias-, la más grande de las sorpresas, la búsqueda hallada y la alegría infinita de encontrar una planta, una simple plantita, pequeña y a ras de suelo, nada presumida ni espectacular, aunque a nuestros ojos sea un tesoro. Hablamos del geranio del Paular.
Esta sorpresa vegetal sólo se da en el planeta Tierra en un par de enclaves, y nosotros la hemos saludado hoy, entre la brisa fresca de las sombras y las rocas calizas que la coronan. Ahí reina ella con su ejército de dragones y demás reptiles alrededor, bien custodiada y servida por otras diminutas señoritas como orquídeas, globularias y espuelillas, cerca de las oquedades que rezuman brillantes trazos de agua, por los que si uno se fija bien, se desprende, además, una luz muy especial, pero hay que fijarse bien, con los ojos hambrientos de emoción. Y es que la magia de la luz de Madrid aún sólo está disponible para algunas miradas. Por cierto, ya lo descubrió García Márquez desde “el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz” (del cuento de Gabriel García Márquez, La luz es como el agua).
Aprendamos, sin demora, la “ciencia de navegar en la luz” para reconocer el paisaje, para apreciarlo y cuidarlo. Solo así, como navegantes de tierra, aprenderemos a reconocernos y a apreciarnos en él como en el espejo fiel de lo único que de verdad somos, paisaje. ISABEL PÉREZ