La batalla de Trafalgar por William Clarkson  Stanfield

La batalla de Trafalgar por William Clarkson Stanfield

Trafalgar, la tormenta perfecta. En 1805 la monarquía española de Carlos IV estaba comprometida, en virtud de los tratados de San Ildefonso y Aranjuez, a prestar ayuda financiera y militar a Napoleón. Una alianza con Francia y la victoria sobre los ingleses podía suponer quitarse de en medio a un enemigo difícil que hostigaba continuamente a la flota española en sus travesías a América y, de paso, recuperar Gibraltar. A estas alturas el lector ya habrá podido concluir que las cosas no fueron nada bien, porque Gibraltar, a día de hoy, sigue sin ser español.

Por entonces, los ambiciosos planes de Napoleón pretendían, nada más y nada menos, que invadir Inglaterra atravesando el canal de La Mancha. Para ello tenía que alejar del canal a la temible flota inglesa y así dejar expedito, a sus 200.000 hombres, el cruce de esa manga de agua que como un foso separaba a franceses y británicos. Para llevar a cabo su plan requirió la colaboración de la  Armada Española. El gobierno de Godoy envió a Cádiz al teniente general Federico Gravina y Nápoli a cargo de la flota española, para ponerse a las órdenes del vicealmirante francés Pierre Charles Silvestre de Villeneuve que conduciría las operaciones conjuntas.

Para alejar a los ingleses del canal de La Mancha, Napoleón ordenó a la flota hispano-francesa dirigirse hacia las posesiones británicas en el Caribe. A Horatio Nelson, el afamado almirante inglés, le faltó tiempo para salir detrás de la escuadra combinada, pero no llegó a interceptarla. Por el contrario, los navíos españoles y franceses, en su labor de despiste, dieron la vuelta con dirección al canal de La Mancha, pero al llegar a las costas de Finisterre, el almirante británico Robert Calder salió a su encuentro, frenando el avance hacia el canal y causando importantes bajas y daños. Era el día 22 de julio de 1805. Villeneuve debió entrar en pánico porque desoyendo a Napoleón, que mandó continuar hasta las costas francesas, decidió refugiarse en el puerto de La Coruña para reparar las naves y zarpar de nuevo hacia Cádiz. El plan de Napoleón había salido mal.

Sin embargo, como todo lo que va mal es susceptible de empeorar, Villeneuve volvió a desobedecer al emperador que, dados los acontecimientos, había decidido cambiar de estrategia. Esta vez le ordenó dirigirse a bloquear Nápoles en el Mediterráneo, mientras enviaba un sustituto al encuentro del vicealmirante díscolo, al que no tenía mucha simpatía.  

Gravina es todo genio y decisión en el combate. Si Villeneuve hubiera tenido esas cualidades, el combate de Finisterre hubiese sido una victoria completa, dijo el emperador.

Villeneuve no tiene la suficiente fuerza de carácter para comandar ni una fragata. Le falta determinación y no tiene coraje moral. Otra de las “perlas”  de Napoleón dedicada a su vicealmirante.

Y por lo que parece, el almirante francés caído en desgracia tras la derrota de Finisterre, pasó del pánico al colapso definitivo, porque decidió quedarse en Cádiz sin decidirse a zarpar. Cuando finalmente recapacitó y decidió emprender la singladura, los barómetros reflejaban que una borrasca se acercaba. Mientras, los navíos ingleses esperaban frente a las costas gaditanas. Gravina, marinero de gran talla, se lo advirtió, según nos cuenta Benito Pérez Galdós en sus Episodios Nacionales:

¿No ven ustedes que el barómetro anuncia mal tiempo?, ¿no ven ustedes cómo baja?. Entonces Villeneuve dijo secamente: Lo que baja aquí es el valor.Al oír este insulto, Gravina se levantó lleno de ira y exclamó: “¡A la mar mañana mismo!.

Y así les fue. Orgullos genitales no han sido nunca buenos consejeros, o tal vez Gravina hizo caso a la recomendación de servilismo que antes de partir a Cadiz le dio Godoy:

Trague todo lo que haga falta

Cuando Villeneuve se encontró con los ingleses, mandó virar hacia el noreste, quizá para refugiarse en Cádiz y aprovechar las defensas costeras. El resultado fue un desbarajuste en la formación de  la flota que aprovechó Nelson para apresar y atacar a la armada conjunta. Pero, una vez más, lo que ya iba mal, empeoró. La borrasca anunciada por Gravina terminó con las pocas naves supervivientes a la artillería británica. Todo ocurrió en Trafalgar, a pocas millas de las costas de la localidad gaditana de Barbate, el día 21 de octubre de 1805. Era el golpe definitivo para la Armada Española, que hasta entonces estaba capacitada para defender a duras penas los intereses españoles, pero no preparada para una batalla de tanta enjundia contra una potencia del nivel de Gran Bretaña. La Armada Española estaba en el s. XIX, empobrecida y desprestigiada. Muchos de los participantes en la Batalla de Trafalgar eran marineros valientes pero no profesionales, reclutados entre aquellos jóvenes que no habían sufrido las fiebres amarillas, que por aquellos tiempos habían asolado Cádiz.

España perdió en Trafalgar el prestigio que le quedaba gracias a Nelson, a un almirante francés que dudaba de las órdenes que recibía y a una borrasca. Se quedó sin recuperar Gibraltar y para mayor escarnio, consiguió que en el mismo centro de Londres hicieran una plaza con fuente “Trafalgar square”. Tampoco contribuyó a mejorar las cosas la política posterior española, que desatendió y abandonó a la Armada provocando una lenta e implacable decadencia, todo lo contrario que Francia, que volvió a rearmarse, o que Gran Bretaña, que se convirtió en gran dominadora de los mares. Por su parte, a Napoleón no le vino mal la carambola, ya que sus 200.000 soldados, los que no pudieron cruzar el canal de La Mancha partieron hacia Austerlitz, donde derrotaron a las fuerzas rusas y austriacas, consolidando el dominio imperial francés en el continente. Sin el apoyo de esos hombres preparados a priori para invadir Inglaterra, lo más probable es que no lo hubieran conseguido.

La tempestad que terminó con buena parte de la diezmada doble flota, incluyendo los barcos apresados por los británicos -solo llegaron a Gibraltar tres o cuatro de los dieciocho capturados-, debió comenzar entre la noche del 21 y el mediodía del 22 de octubre, según se desprende de las notas que hicieron los ingleses, y duró, con más o menos intensidad, una semana.

El capitán de la fragata inglesa Henry Blackwood escribía a su esposa el día 23 de octubre: había soplado como si fuera un huracán.

Henry Walker, un guardamarina del Bellerophon, escribía a su madre: Durante la noche del 21 llegó una tempestad que nunca habíamos visto antes, y durante los cuatro días siguientes luchamos contra los elementos, mucho más duros que el enemigo.

En cuanto a las víctimas de los contendientes, siguiendo las cifras oficiales, España tuvo 1.022 muertos, Francia 2.218 y los británicos 449.

Y ¿qué fue aquella tremenda tempestad?. Según los meteorólogos actuales,  hay varias hipótesis basadas en diferentes suposiciones de las condiciones meteorológicas de aquellas fechas. Pero para la mayoría se trataría de eso que ahora denominamos “ciclogénesis explosiva”, una potente y excepecional borrasca, formada en el Atlántico, que se dirigió hacia la Península dejando vientos muy fuertes y lluvias abundantes. De haberse desarrollado antes, quizá la batalla no se hubiera producido, porque los navíos británicos hubieran tenido que dispersarse. En cualquier caso, la situación económica y política española no pintaba nada bien entonces. Tal vez la suerte ya estaba echada y en nada hubiera cambiado la historia. ©ÁNGEL SÁNCHEZ CRESPO/Extracto del libro EL GENERAL QUE SE ALIÓ CON LAS ARAÑAS. TORMENTAS, VOLCANES, PANDEMIAS Y OTROS FENÓMENOS NATURALES QUE CAMBIARON LA HISTORIA