Unas fiebres, un árbol y un gin-tonic. Cuenta la historia, que tiene más tintes de leyenda que de historia, que Francisca Enríquez de la Rivera, segunda esposa de Luis Jerónimo Fernández de Cabrera y Bobadilla, virrey de Perú y cuarto conde de Chinchón, allá por 1632, enfermó de fiebres en tierras americanas. Había observado la condesa que los indígenas usaban la corteza de un árbol para combatirlas y eso les daba buenos resultados. Se decidió a probar, con tanto éxito que pudo sanar y convertirse en la primera persona de Europa en agradecer las cualidades de este vegetal “milagroso”, al que luego se denominó árbol de la quina.
Casi todas las teorías coinciden en que fueron los jesuitas los introductores del producto en el Viejo Continente, que de Roma pasó a Francia, donde tuvo una gran aceptación.
Precisamente los británicos son los protagonistas de otra interesante historia con relación a este producto. El sabor, extremadamente amargo, de las pastillas de quinina que se tomaban para tratar la malaria, suponía pasar un pequeño calvario cada vez que había que ingerirlas. Mezcladas con agua y un poco de lima o limón el trago se hacía más llevadero. Habían inventado la tónica, idea que rápidamente se apresuraron a aprovechar comercialmente algunas empresas. Aún fueron un poco más lejos. Si a la tónica se le añadía un chorrillo generoso de ginebra resultaba que se habían preparado un gin-tonic. Tónica y gin-tonic tienen su origen en la quinina, o lo que es lo mismo, en el árbol de la quina y en aquella corteza que, en su momento, dice la historia o leyenda, sanó a la condesa de Chinchón.
En la actualidad, la quinina ha sido sustituida en el tratamiento de la malaria por medicamentos sintéticos, y pocas marcas de tónica llevan auténtica quinina. Se incorporan otros productos que dan amargor a la bebida. ©ÁNGEL SÁNCHEZ CRESPO/Extracto del libro EL GENERAL QUE SE ALIÓ CON LAS ARAÑAS. TORMENTAS, VOLCANES, PANDEMIAS Y OTROS FENÓMENOS NATURALES QUE CAMBIARON LA HISTORIA