Cuando la sangre no se mezcla. “…El príncipe parece ser extremadamente débil. Tiene en las dos mejillas una erupción de carácter herpético. La cabeza está enteramente cubierta de costras. Desde hace dos o tres semanas se le ha formado debajo del oído derecho una especie de canal o desagüe que supura. No pudimos ver esto, pero nos hemos enterado por otro conducto. El gorrito, hábilmente dispuesto a tal fin, no dejaba ver esta parte del rostro…”. Esta era la información que le suministraba a Luis XIV de Francia el enviado que el Rey Sol había mandado a España para comprobar la certeza del nacimiento de un heredero de la Corona Española. Y esa es la descripción que recibió sobre el aspecto del pequeño hijo de Felipe IV y Mariana de Austria, el futuro rey Carlos II.
Sin embargo, la Gaceta de Madrid decía, el 6 de noviembre de 1661, del recién nacido: “Nació un robusto varón, de hermosísimas facciones, cabeza proporcionada, pelo negro y algo abultado de carnes”. Esto es lo que se llama una segunda opinión u otra versión de los hechos.
Superados los primeros meses de vida, la salud de Carlos II no mejoró. Con tres años de edad aún no se mantenía en pie, y con cinco era incapaz de caminar como corresponde a un niño de esa edad. Con cuatro años seguía siendo amamantado por nodrizas, más de catorce tuvo durante ese período de su vida.
De esta debilidad era consciente el pueblo y así lo reflejaba alguna coplilla popular bastante despiadada:
El príncipe, al parecer,
por lo endeble y patiblando,
es hijo de contrabando,
pues no se puede tener
Entre dolencias, regencias maternas e intrigas palaciegas sobrevivió Carlos II, y así llegó a la edad de contraer matrimonio, o mejor dicho, de tener descendencia, ya que en definitiva ese era el fin último de los monarcas. Para ello trajeron desde Francia a María Luisa de Orleans con la que no tuvo hijos. Tras la prematura muerte de ésta, acudió otra candidata, Mariana de Neoburgo. Los pronósticos eran buenos, ya que los padres de Mariana habían procreado 23 criaturas. Al respecto de las capacidades del rey, el pueblo de Madrid, con su gracejo particular, ya había preparado otra coplilla:
Tres vírgenes hay en Madrid:
La Almudena, la de Atocha,
Y la Reina Nuestra Señora
Con 28 años, el monarca estaba tan deteriorado que parecía realmente anciano, aunque por aquellos tiempos del s.XVII, con 40 años se estaba en el ocaso de la vida. Aún así, se sospecha que hubiera padecido un panhipopituitarismo con progeria, o lo que es lo mismo, un envejecimiento prematuro. Infecciones urinarias, cólicos renales y problemas digestivos completaban la desdichada existencia del rey.
¿Cómo era posible tal cúmulo de desgracias? Y también se lo preguntaba el propio rey, al que le preocupaba especialmente no poder engendrar. Por entonces, no tener hijos se asociaba a algún castigo divino merecido o a algún hechizo. Surge así la cuestión de los hechizos que han dado a Carlos II el apodo de El Hechizado.
La salud de Carlos II se deterioraba progresivamente mientras lo alimentaban con tripas de cordero y otras estúpidas pócimas que agravaban su estado, pero que a él le hacían pensar que estaba sanando. El Marqués D’ Harcourt escribía a Luis XIV en 1698:
”Es tan grande su debilidad que no puede permanecer más de una o dos horas fuera de la cama, cuando sube o baja de la carroza siempre hay que ayudarle. Tiene hinchados pies, piernas, vientre y cara y, a veces, hasta la lengua, de tal forma que no puede hablar”.
Carlos II recibió los sacramentos e hizo testamento en octubre de 1700. En pocos días tuvo más de 200 deposiciones, dejó de alimentarse y finalmente falleció el 1 de noviembre de 1700, día de Todos los Santos. La autopsia decía lo siguiente: “No tenía el cadáver ni una gota de sangre; el corazón apareció del tamaño de un grano de pimienta; los pulmones, corroídos; los intestinos, putrefactos y gangrenados; un solo testículo, negro como el carbón, y la cabeza llena de agua”.
Lo que sabemos ahora, que no sabían los Austrias y tampoco otras casas reales, es que mezclar la sangre es de lo más aconsejable en el objetivo de tener descendencia. La biología nos quiere diversos, porque es la forma de conseguir que los genes defectuosos, esos que nos proporcionan las indeseables enfermedades hereditarias, no se perpetúen. Sin embargo, los reyes necesitan perpetuarse. La Casa de Austria consideraba que no había nadie en el mundo digno de unirse a ellos que tuviera su mismo poder y nobleza. Y es que realmente no había nadie a la “altura” de los Austrias. Tanto poder no podía ser compartido, sino con alguien que también lo tuviera. Por ello había que abastecerse recurrentemente de la familia para contraer matrimonio. Eso llevó a la degeneración personal de Carlos II, del que se dice que, probablemente, entre otras, padeció el llamado síndrome de Klinefelter, una enfermedad relacionada con los cromosomas -un cromosoma x extra- que, entre otras cosas, lleva asociado hipogonadismo e infertilidad, el problema que atormentaba al rey.
La hemofilia, otra enfermedad hereditaria, también ha afectado históricamente a algunos Borbones, por los enlaces repetidos entre miembros de la misma familia. El zarevich Alexéi Nikoláyevich Románov, ejecutado, o asesinado, junto al resto de su familia, el 17 de julio de 1918, tras la Revolución Rusa, sufría hemofilia, aunque se especula con que fuera porfiria, en cualquier caso una enfermedad genética hereditaria, que al parecer solamente Rasputín sabía aliviar. Pero eso es ya, otra historia más reciente. ©ÁNGEL SÁNCHEZ CRESPO/Extracto del libro EL GENERAL QUE SE ALIÓ CON LAS ARAÑAS. TORMENTAS, VOLCANES, PANDEMIAS Y OTROS FENÓMENOS NATURALES QUE CAMBIARON LA HISTORIA