EL ACCIDENTE DEL PRÍNCIPE DON CARLOS
El domingo 19 de abril de 1562, a las doce y media del día, al bajar el príncipe por una escalera angosta del palacio arzobispal se resbaló, rodó algunos escalones y vino a dar contra una puerta que se hallaba cerrada. Terrible fue la conmoción que experimentó con el golpe, y grandes las heridas que recibió en el rostro y en la cabeza. Aquellas heridas y aquellas contusiones, que en un principio no parecieron dar cuidado alguno, se complicaron después de tal modo que pusieron en grave riesgo su existencia y fue necesario apelar a los remedios de la cirugía. Fue necesario hacerle la operación del trépano, una operación terrible y delicada, que generalmente deja un sello de perturbación en el cerebro de los pacientes. Fue preciso, ademas, sajarle también los párpados de ambos ojos.
A la noticia del grave riesgo en que se hallaba el heredero de la monarquía española, Felipe II, que se hallaba en el Escorial, marchó inmediatamente a ver a su hijo y ordenó que por todas partes se hicieran rogativas públicas para implorar de la divina providencia su restablecimiento. Resonaron todos los templos de los diversos reinos sujetos a la dominación de Felipe con himnos demandando la vida de su hijo. Alcalá de Henares poseía en su recinto el cuerpo de un bienaventurado lego de la orden de San Francisco, por cuya mediación obraba el Señor continuos milagros sobre su sepulcro.
El cuerpo de fray Diego de Alcalá fue llevado procesionalmente desde la iglesia de San Francisco hasta el palacio arzobispal, donde se hallaba moribundo y sin esperanzas de vida el príncipe don Carlos. Con fe ardiente el joven príncipe se abrazó a la caja que encerraba el despojo mortal del santo lego, y desde aquel momento comenzó a restablecerse su salud, y se concibieron esperanzas de que podría salvarse el príncipe heredero. Desde entonces éste y el rey Felipe II profesaron tan gran devoción al santo a cuyo milagroso contacto se había comenzado la curación, que con el mayor celo y eficacia activó el rey Felipe II la canonización del bienaventurado fray Diego. Desde entonces quedó también la costumbre de traer a palacio el santo cuerpo cuando enfermaban de peligro los reyes; costumbre constantemente seguida por la dinastía austríaca y la de Borbón, y que nosotros hemos presenciado dos veces en el reinado de Fernando VII. Fragmento del libro LOS PRISIONEROS DE FELIPE II. José Muñoz Maldonado. Guadarramistas Editorial