Acoma. Españoles en Nuevo México

Acoma en la actualidad

Acoma en la actualidad

ACOMA. ESPAÑOLES EN NUEVO MÉXICO

Algunos de los heroísmos y penalidades más característicos de los exploradores en nuestro dominio, ocurrieron alrededor de la asombrosa roca Acoma, la extraña ciudad empinada de los pueblos queres. Todas las ciudades de los indios pueblos estaban construidas en sitios fortificados por la naturaleza, lo cual era necesario en aquellos tiempos, puesto que estaban rodeadas por hordas, muy superiores en número, de los guerreros más terribles de que nos habla la historia, pera Acoma era la más segura de todas. En medio de un largo valle de cuatro millas de ancho, bordeado por precipicios casi inaccesibles, se levanta una elevada roca que remata en una meseta de setenta acres de superficie, y cuyos lados, que tienen trescientos cincuenta y siete pies ingleses de altura, no sólo son perpendiculares, sino que en algunos puntos se inclinan hacia delante. En su cumbre se alzaba -y se alza todavía- la vertiginosa ciudad de Queres. Las pocas sendas que conducen a la cima, y en las que un paso en falso puede precipitar a la víctima a una muerte horrible, despeñándola desde una altura de centenares de metros, bordean abruptas y peligrosas hendiduras, desde cuya parte superior un hombre resuelto, sin otras armas que piedras, podría casi tener a raya a todo un ejército (…)

(…) Volviendo de su viaje de exploración por aquellas desiertas y mortíferas llanuras, Juan de Zaldívar salió de San Gabriel el 18 de noviembre de 1598, para seguir a su jefe. Sólo tenía treinta hombres. Llegando al pie de la ciudad empinada el día 4 de diciembre, fue muy bien acogido por los acomas, quienes le invitaron a subir y visitar la ciudad. Era Juan tan bueno como valiente soldado, y conocía las estratagemas de guerra de los indios, pero por la primera vez en su vida, y fue la última, se dejó engañar. Dejando la mitad de su fuerza al pie del risco para guardar el campamento y los caballos, subió con dieciséis hombres.

Escarpado terreno en Nuevo México

Escarpado terreno en Nuevo México

Había en la ciudad tantas maravillas, era la gente tan cordial, que los visitantes pronto olvidaron toda sospecha que pudieran abrigar, y gradualmente fueron dispersándose aquí y allá para ver las cosas más notables. No esperaban sino esto los habitantes, y cuando el jefe de los guerreros lanzó su grito de guerra, hombres, mujeres y niños cogieron piedras y mazas, arcos y cuchillos de pedernal, y cayeron con furia sobre los dispersos españoles. Fue una horrenda y desigual lucha la que contempló el sol de invierno aquella triste tarde en la ciudad empinada. Aquí y allá, de espalda a la pared de una de aquellas extrañas casas, se veía un soldado de faz lívida, desharrapado, cubierto de sangre, blandiendo su pesado mosquete como si fuese una maza, o dando tajos desesperados con una espada ineficaz contra la tostada y famélica canalla que le rodeaba, mientras llovían piedras sobre su calada visera y por todas partes recibían golpes de clavas y pedernales. No había ningún cobarde en aquella malhadada cuadrilla: vendieron caras sus vidas, delante de cada cual había tendido un montón de cadáveres. Pero uno a uno, aquella ola de rugientes bárbaros ahogaba a cada tremendo y silencioso luchador, y se desviaba para ir a henchir el mortífero aluvión que envolvía a otro. El mismo Zaldívar fue una de las primeras víctimas, y en aquel desigual combate murieron otros dos oficiales, seis soldados y dos sirvientes.

Los cinco que sobrevivieron, Juan Tabaro, que era alguacil mayor y cuatro soldados, pudieron por fin juntarse, y con sobrehumano esfuerzo, luchando y sangrando por varias heridas, se abrieron paso hasta el borde del precipicio. Pero sus salvajes enemigos los perseguían, y sintiéndose demasiado débiles para seguir matando hasta llegar a una de las escaleras del risco, en el paroxismo de su desesperación, los cinco se arrojaron desde aquella tremenda altura. Extracto del libro LOS ESPAÑOLES QUE ENSANCHARON EL MUNDO. Charles F. Lummis. Guadarramistas Editorial.

¿Por qué pican los mosquitos?

Culiseta sp.

Culiseta sp. © Ángel Sánchez Crespo

¿POR QUÉ PICAN LOS MOSQUITOS?
Entre las diversas especies de mosquitos presentes en la península Ibérica, algunas de los géneros Culex, Culiseta, Aedes, Phlebotomus o Anopheles pican al ser humano.

La mayoría de las especies son nocturnas o crepusculares, pero algunas pican en pleno día. Lo hacen las hembras, porque son ellas las que necesitan la sangre para que los huevos sean viables y ocompletar su ciclo reproductor. Las puestas de huevos están relacionadas siempre con el medio acuático y las charcas más o menos secas, según la especie. La eclosión de los huevos necesita temperaturas altas y estables, motivo por el que los meses calurosos del año son los propicios para recibir sus picaduras.
Al picar, las hembras perforan la piel y suministran, con su saliva, un anticoagulante y un anestésico para no dejarse notar. Precisamente son estas sustancias las que generan la reacción alérgica que produce la inflamación y el picor. Los machos son inofensivos, se alimentan de néctar de flores.

Naturaleza sorprendente de la Península Ibérica. Guadarramistas Editorial

Naturaleza sorprendente de la Península Ibérica. Guadarramistas Editorial

El mayor peligro de los mosquitos es la transmisión de enfermedades. El paludismo o malaria, la fiebre amarilla, la leishmaniosis que afecta a los perros, y muchas otras fiebres y enfermedades se transmiten por estos animales, que actúan como portador o vector de parásitos y bacterias. Existen más de 3.000 especies de mosquitos en todo el mundo.

Los mosquitos o, mejor dicho, “las mosquitas”, nos pican a todos los seres humanos, sin distinción, aunque el sudor corporal, el olor, la mayor temperatura corporal, o la exhalación de más cantidad de anhídrido carbónico, son circunstancias que atraen a estos insectos.

En cualquier caso, no todos tenemos la misma sensibilidad, hay quienes apenas muestran reacción alérgica, lo cual no significa que no hayan sufrido la picadura, simplemente no se manifiesta la reacción en igual medida. Aún así, las personas con temperatura más elevada y que exhalan mayor cantidad de anhídrido carbónico son más fácilmente detectadas y, por tanto, reciben mayor número de picaduras.

La malaria, una de las enfermedades transmitidas por los mosquitos, causa más de dos millones de muertes al año. La producen parásitos del genero Plasmodium que son inoculados por mosquitos. El mosquito es el vector o portador del parásito, y lo trasmite al aplicar su saliva anticoagulante.

Hasta mediados del s.XX, en España existían las llamadas fiebres tercianas y cuartanas, un tipo de malaria que algunos años llegó a producir más de un millar de víctimas. En 1964 se consideró erradicada en nuestro país. Extracto del libro NATURALEZA SORPRENDENTE DE LA PENÍNSULA IBÉRICA, disponible  en las librerías a partir del 15 de mayo.

Letuario y aguardiente

Vieja friendo huevos. Diego Velázquez, 1618.

Vieja friendo huevos. Diego Velázquez, 1618.

 

LETUARIO Y AGUARDIENTE. EL DESAYUNO DEL SIGLO XVII

«Ande yo caliente y ríase a gente.

Traten otros del gobierno,

del mundo y sus monarquías,

mientras gobiernan mis días

mantequillas y pan tierno,

y en las mañanas de invierno

naranjada y aguardiente

y ríase la gente».

Estos conocidos versos de Luis de Góngora hacen mención a la primera ingesta matinal que los españoles del siglo XVII realizaban nada más levantarse: naranjada y aguardiente.

En las ciudades y poblaciones más grandes, el español de entonces, como el de ahora, tenía costumbre de desayunar fuera de su casa. Nada más salir a la calle buscaba algún puesto ambulante o confitería con licencia para la venta de estos productos.

La naranjada, no era un zumo de naranja, como su nombre nos puede dar a entender. Se trataba de una confitura elaborada con piel de naranjas amargas, que eran las que se consumían y conocían, impregnadas en miel, a la que se llamaba “letuario” o “lectuario”, por transformación del término electuario, que la Real Academia de la Lengua Española define como:

“Medicamento de consistencia líquida, pastosa o sólida, compuesto de varios ingredientes, casi siempre vegetales, y de cierta cantidad de miel, jarabe o azúcar, que en sus composiciones más sencillas tiene la consideración de golosina”.

Como no podía ser de otro modo, el letuario había de ser bien acompañado con un trago de alcohol, considerado medicinal, que terminaba de entonar el cuerpo para comenzar a afrontar el día. Se tenía al aguardiente como un gran desinfectante, y debía serlo, porque aquellos orujos secos y duros de Cazalla o Alanís, principales poblaciones sevillanas donde se producían, seguramente estaban capacitados para calentar bien el cuerpo las frías mañanas de invierno, y acabar con todo microbio que pululara por el gaznate o las tripas.

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Tan importante era el consumo de orujo con el letuario matutino, que a los gobernantes de entonces no se les escapó la posibilidad de aplicar un impuesto a la bebida alcohólica. El fisco, siempre tan pendiente de nuestra salud, justificó el recargo en el precio con la excusa de evitar un consumo excesivo de alcohol y combatir el vicio desagradable de la embriaguez. La renta del aguardiente se asoció al llamado impuesto de millones, aplicable a productos de consumo general, -como actualmente hace el impuesto sobre el valor añadido-, y solamente podía ser vendido en establecimientos con autorización. Por supuesto que entonces, como ahora, no faltaron los que hicieron lo posible por evadir el impuesto y aprovecharse del negocio. Aumentaron los puestos y vendedores clandestinos y, con ellos, los aguardientes a precio inferior pero adulterados o de pésima calidad. Corregidores, regidores, guardas de millones -algo similar a los actuales inspectores de hacienda-, y hasta clérigos fueron descubiertos, sancionados y excomulgados por estas prácticas corruptas, pero; es que el negocio del letuario era muy goloso, no se concebía una mañana en las principales poblaciones españolas sin los puestos de venta de letuario y aguardiente, los primeros en abrir. De hecho, Lope de Vega nos da una versión barroca del dicho actual “¿Dónde vas que aún o han puesto las calles?”, cuando nos cuenta como un amigo le dice a otro muy madrugador:

«¿Dónde vas, que aún no pregonan

aguardiente y letuario?» Lope de Vega. La locura por la honra. (1610-1612),

o en estos otros versos dedicados al despertar de la ciudad de Madrid:

“…comienza a amanecer en el Madrid y en el Oriente:

Sale el carro de la villa

con su auriga pecinosa

a conducir la olorosa

transformación amarilla:

la mula el médico ensilla,

da la purga el boticario,

pregónase el letuario,

huele a tocino el bodego,

canta el gallo, reza el ciego,

sube el fraile al campanario…”. Lope de Vega. Del glorioso San Isidro. Décimas.

Una costumbre la del letuario y el aguardiente que poco a poco se fue perdiendo, al menos por lo que respecta a su parte dulce, la de la confitura, porque el orujo, el anís, la copa de coñac o una mezcla de ambos licores, han seguido formando parte del ritual matutino de muchos trabajadores antes de comenzar la faena. En el barroco español, escuchar el grito ¡Al aguardiente y letuario! pregonado por los vendedores en plazas y calles de las ciudades, era la señal inequívoca de estar vivos un día más. Extracto del libro SI ERES GATO, SALTA DEL PLATO. COMER Y BEBER EN TIEMPOS DE CERVANTES. Ángel Sánchez Crespo e Isabel Pérez García. Guadarramistas Editorial.

Madrid en la Guerra de la Independencia

Puerta del Sol en Madrid. 1808. Por Juan Gálvez (1773-1846)

Puerta del Sol en Madrid. 1808. Por Juan Gálvez (1773-1846)

 

MADRID EN LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA

Causa admiración entrando en Madrid a la mañana por la Puerta de Toledo, y la Plaza de la Cebada donde se hace el mercado, el concurso tumultuoso de las gentes del campo y de las provincias, diversamente vestidas, que llegan, marchan, van y vienen. Allá un castellano levanta con dignidad los pliegues de su ancha capa, como un senador romano envuelto en su toga. Aquí un boyero de La Mancha con un largo varal en la mano, está vestido de un coleto de piel de buey, que parece  por lo antiguo de su forma, a las túnicas que tenían los guerreros romanos y los godos. Más lejos se ven hombres cuyos cabellos están envueltos en una redecilla de seda, otros traen una especie de chupa corta oscura guarnecida de azul y encarnado, que trae a la memoria los vestidos de los moros. Los hombres que traen esta vestimenta vienen de Andalucía, y se distinguen por sus ojos vivos y negros, en sus miradas más expresivas y más animadas, y en un lenguaje más rápido.

Mujeres puestas en los ángulos de las calles y en las plazas, preparan alimentos para todo este pueblo forastero que no está en Madrid mas que de paso. Llegan largas hileras de mulas cargadas de pellejos de vino y de aceite, o bien numerosas bandas de asnos conducidos por un solo hombre que les habla sin cesar. Se encuentran también carros tirados por seis u ocho mulas adornadas de campanillas, a las cuales conduce un hombre solo con una destreza admirable sin servirse de riendas, solo a la voz y dando grandes gritos. Un silbido agudo y prolongado basta para detener a todas estas mulas en un instante. Reparando en lo delgado de sus piernas, en su mucha alzada, y en sus cabezas elevadas y fieras, se podría creer que eran tiros de ciervos o de alces.

Las voces de los conductores de los carros y de los muleteros, el sonido de las campanas de las iglesias, que se oye incesantemente, éstos hombres diversamente vestidos, la actividad meridional que manifiestan por sus gestos expresivos, o por gritos en una lengua sonora que nos era desconocida, y sus costumbres tan diferentes de las nuestras, daban a la capital de España una apariencia del todo extraña para hombres que venían del norte, donde para todo se nota el mayor silencio. Nos admirábamos tanto más, cuanto Madrid era la primera gran ciudad que habíamos hallado poblada después que habíamos entrado en España.

A la hora de la siesta, sobre todo en verano, durante el calor del sol, se suspendían todos los ruidos. La villa entera estaba entregada al sueño, y no se oía en las calles más que el eco de los pasos de los caballos de algún piquete de nuestra caballería, que volvían de hacer una ronda, o el tambor de un destacamento de infantería que montaba solitariamente la guardia. Este mismo tambor francés había tocado la marcha y el ataque en Alejandría, en El Cairo, en Roma, y casi en todas las ciudades de Europa desde Kanisberg hasta Madrid. MEMORIAS SOBRE LA GUERRA DE LOS FRANCESES EN ESPAÑA. Albert Jean Michel de Rocca. Guadarramistas Editorial

Un ejemplo de la decadencia política en la España de Carlos II

UN EJEMPLO DE LA DECADENCIA POLÍTICA EN LA ESPAÑA DE CARLOS II

El cuerpo, no ya consultivo, sino ejecutivo, que ambas cualidades reunía, que mayor autoridad y poder tenía desde Felipe II, era el Consejo de Estado. Carlos V le llamaba “el saber, poder y entender; los ojos, manos y pies del monarca” y, en efecto, sus facultades “abarcaban toda la suprema jurisdicción civil y criminal, como en el mismo príncipe, al cual representa de tal manera, que son una misma cosa y así no se debe hacer ni resolver ninguna que no se consulte con él”.

En teoría, la misión de este consejo supremo era excelsa. De él dependía el nombramiento de los virreyes, gobernadores, capitanes generales y embajadores y la resolución de todos los asuntos de paz y de guerra. A este consejo incumbía averiguar si los nombrados para el desempeño de los altos puestos eran los que convenían y si después de proveídos “hacen sus oficios como deben”. Le correspondía también velar porque los demás consejos cumpliesen con sus obligaciones respectivas “porque atentos a que son arroyos que se derivan del de Estado es justo y conveniente que tenga superioridad y cargo de todos para saber si cada uno hace lo que le toca con la satisfacción universal que conviene”. Por desgracia, así el consejo como los consejeros de Estado en tiempos de Carlos II, no estaban capacitados para el desempeño de tan altas funciones. Nada expresa tan gráficamente como los versos que copiamos a continuación de un pronóstico y lunario de la época, la nulidad política de los individuos de aquel alto cuerpo. Es un diálogo entre Carlos II y sus consejeros de Estado:

“¿Qué es lo que hacéis? En uno discurrimos.
¿Pensáis en algún medio? No le hallamos.
¿Buscáisle en la justicia? No podemos.
¿Esforzáis la milicia? No la vimos.
¿Dónde está el bien común? No lo sentimos.
La honra, ¿dónde está? No la tenemos.
Habladme sin rebozo… No queremos.
Advertirme siquiera… No advertimos.
¿Qué consultáis? Los cuándos y los cómos.
¿Y los motivos? Esos no alcanzamos.
De guerra, ¿qué sentís? Perdidos somos.
¿Socorréis al imperio? No atinamos.
¿Hay alguna esperanza? Ni aun asomos”.

Fragmento del libro ESPAÑA EN TIEMPOS DE CARLOS II. Julián Juderías. Guadarramistas Editorial

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El eclipse de sol de 1905 desde la cumbre del Guadarrama

Paisaje del Guadarrama. Martín Rico 1858

Paisaje del Guadarrama. Martín Rico 1858

EL ECLIPSE DE SOL DE 1905 DESDE LA CUMBRE DEL GUADARRAMA. Por Eduardo Caballero de Puga

En agosto de 1905 el Alto del león (Puerto de Guadarrama) es el lugar elegido para observar el primer eclipse de sol del siglo XX. El autor, Eduardo Caballero de Puga, nos narra cómo era el ambiente que rodeó al evento.

“Para observar el actual eclipse, el lugar más apropiado de nuestra Península es el litoral del Mediterráneo, por ser el menos expuesto a los ciclones del Atlántico; pero yo he preferido la cumbre del Guadarrama como la mejor atalaya para ver la llegada de la sombra de la Luna en su veloz carrera de un kilómetro por segundo… …Estudiemos ahora sus efectos… Son aquí los primeros, un desusado movimiento en el pueblo de Guadarrama, por los infinitos viajeros que de todas partes llegan, y que organizados en numerosas caravanas, con 10 grados de temperatura, comienzan desde las primeras horas del día la excursión al Puerto de su nombre, unos en las clásicas carretas, que hacen el camino en tres horas y son hoy exactamente iguales que en los tiempos de Don Quijote; otros, mirando a éstas con olímpico desprecio, en veloces automóviles, que a veces patinan y se quedan en la mitad de la cuesta; algunos en trotones borriquillos; los menos a caballo y los más en coches, no todos tan seguros que no sufran avería en el camino. Pero allá vamos todos, tan curiosos como audaces, porque el NO. (viento norte) es muy duro y el frío aumenta a medida que avanza el día y ganamos en altura. Eso sí, cada cual se abriga como puede, pues no fue fácil prever tan baja temperatura en el mes de Agosto, con lo que resultan trapos muy extraños, y hasta aristocráticas damas que lucen sobre sus elegantes pero débiles abrigos, las mantas de las camas de los hoteles de Guadarrama, no siempre bien tratadas por el tiempo.

MIL GUADARRAMAS. LA SIERRA HECHA PALABRA

MIL GUADARRAMAS. LA SIERRA HECHA PALABRA

La excursión es pintoresca; la ascensión hermosa y el panorama espléndido. De pronto, gritos de vaqueros y ruido de cencerros producen general impresión. Todos se detienen y el ganado bravo cruza pausadamente la carretera. La animación renace, y llegamos por fin a la cumbre del Puerto, apeándonos ante el pedestal que sustenta el carcomido león que a 1.570 metros sobre el nivel del mar, mandó erigir en 1749 Fernando VI sobre el promontorio que, permitiendo ver a un tiempo mismo las vertientes Norte y Sur del Guadarrama, se halla en la divisoria de las dos Castillas”.

Al terminar el eclipse, nos dice Caballero de Puga:

“La escena comenzó a cambiar; el viento decreció en intensidad; el Sol fue acrecentando su disco cual ascua de vivísimo fuego que amplía sus proporciones, y el frío, superior a la temperatura termométrica de cinco grados sobre cero, desalojó de los riscos a los excursionistas, que en numerosas bandadas se lanzaron a cobijarse al abrigo de las ensenadas de la vertiente del Sur, cerca de las hogueras en que humeaba el clásico arroz y las suculentas viandas. Todo recobró sucesivamente movimiento y vida. Sobre Siete Picos apareció de nuevo el águila; vino un momento a cernerse encima de mi cabeza y partió veloz en dirección a Castilla la Vieja, como mensajera feliz de que el astro del día había recobrado su imperio sobre la Tierra. Aterido, con el rostro y las manos amoratadas por el frío, yo también abandoné mi observatorio y me dirigí a tomar parte en el festín de los míos. Al pasar cerca de los distintos, animados y pintorescos grupos de comensales, vi que algunos alzaban sus vasos como brindando por el Sol, e impulsado por la general corriente brindé a mi vez, con todos los entusiasmos de mi alma, por la prosperidad y engrandecimiento de esta hermosa joya del mundo que se llama España”. Caballero de Puga, Eduardo. El Eclipse de Sol de 1905. Desde la cumbre de Guadarrama. Madrid. 1905. Extracto del libro MIL GUADARRAMAS. LA SIERRA HECHA PALABRA. Guadarramistas Editorial. Selección de textos por Ángel Sánchez Crespo e Isabel Pérez García.

El cautiverio del cardenal Cisneros

El cardenal Cisneros. Cisneros. Un cardenal entre Dios y el rey

El cardenal Cisneros

CISNEROS. UN CARDENAL ENTRE DIOS Y EL REY

CISNEROS. UN CARDENAL ENTRE DIOS Y EL REY

EL CAUTIVERIO DEL CARDENAL CISNEROS

No pudo Cisneros prolongar mucho tiempo su estancia en Roma, en donde ejerció su profesión de abogado, pues cuando empezó a ser conocido, tuvo noticia de la muerte de su padre y determinó volver a España para ser el consuelo de su anciana madre y el sostén de su necesitada familia; pero aquella residencia, al paso que sirvió para acalorar su austero misticismo y su piedad fervorosa, levantó los pensamientos de su noble inteligencia.

Una gracia obtuvo al retirarse de Roma, que fue origen para él de hondas amarguras y grandes persecuciones. Le otorgó el papa un breve, en virtud del cual debía dársele posesión del primer beneficio que vacase en la diócesis de Toledo. El uso de estos tiempos, dice Flechier, había introducido esta suerte de provisiones, llamadas bulas o gracias expectativas; pero contra ellas protestaban los obispos porque las suponían, y no sin razón, una mutilación de sus derechos y un ataque a su autoridad. Así es que cuando Cisneros quiso ocupar, apoyado en el breve pontificio, el arciprestazgo de Uceda, vacante en 1473 por muerte del que lo poseía, se encontró con que D. Alonso Carrillo, arzobispo de Toledo, había provisto dicho beneficio en uno de sus limosneros, y al tener noticia este prelado de la resistencia que opuso Cisneros a ser desposeído, resolvió usar con él de gran severidad, mandándole prender y haciéndole encerrar en la torre del mismo Uceda, esperando conseguir por este medio que renunciara a su beneficio. No se dobló Cisneros con la persecución, antes, por el contrario, manifestó aquella entereza de carácter que tanto crédito le había de dar más tarde como ministro y como prelado, puesta al servicio de causas más justas y desinteresadas, por lo cual aumentó la saña de Carrillo, que le hizo trasladar a más dura prisión, a la torre de Santorcaz, que entonces era la cárcel de los clérigos viciosos y rebeldes de la diócesis.

Durante los siete años que sufrió de cautiverio, Cisneros estuvo completamente entregado a la oración y al estudio, logrando su libertad, bien porque el arzobispo se rindiera a tanta firmeza, o se cansara de perseguirle, bien porque cediese a los ruegos de su sobrina la condesa de Buendía. No quiso, sin embargo, Cisneros seguir bajo la jurisdicción de un prelado que tan severo y hasta cruel se le había manifestado, por lo cual permutó su beneficio con la capellanía mayor de la iglesia catedral de Sigüenza, a cuya cabeza estaba entonces el justamente célebre cardenal Mendoza. Extracto del libro CISNEROS. UN CARDENAL ENTRE DIOS Y EL REY. Carlos Navarro y Rodrigo. Guadarramistas Editorial

El accidente del príncipe Don Carlos

Príncipe Carlos. Hijo de Felipe II

Príncipe Carlos. Hijo de Felipe II

 

EL ACCIDENTE DEL PRÍNCIPE DON CARLOS

El domingo 19 de abril de 1562, a las doce y media del día, al bajar el príncipe por una escalera angosta del palacio arzobispal se resbaló, rodó algunos escalones y vino a dar contra una puerta que se hallaba cerrada. Terrible fue la conmoción que experimentó con el golpe, y grandes las heridas que recibió en el rostro y en la cabeza. Aquellas heridas y aquellas contusiones, que en un principio no parecieron dar cuidado alguno, se complicaron después de tal modo que pusieron en grave riesgo su existencia y fue necesario apelar a los remedios de la cirugía. Fue necesario hacerle la operación del trépano, una operación terrible y delicada, que generalmente deja un sello de perturbación en el cerebro de los pacientes. Fue preciso, ademas, sajarle también los párpados de ambos ojos.

A la noticia del grave riesgo en que se hallaba el heredero de la monarquía española, Felipe II, que se hallaba en el Escorial, marchó inmediatamente a ver a su hijo y ordenó que por todas partes se hicieran rogativas públicas para implorar de la divina providencia su restablecimiento. Resonaron todos los templos de los diversos reinos sujetos a la dominación de Felipe con himnos demandando la vida de su hijo. Alcalá de Henares poseía en su recinto el cuerpo de un bienaventurado lego de la orden de San Francisco, por cuya mediación obraba el Señor continuos milagros sobre su sepulcro.

LOS PRISIONEROS DE FELIPE II

LOS PRISIONEROS DE FELIPE II

El cuerpo de fray Diego de Alcalá fue llevado procesionalmente desde la iglesia de San Francisco hasta el palacio arzobispal, donde se hallaba moribundo y sin esperanzas de vida el príncipe don Carlos. Con fe ardiente el joven príncipe se abrazó a la caja que encerraba el despojo mortal del santo lego, y desde aquel momento comenzó a restablecerse su salud, y se concibieron esperanzas de que podría salvarse el príncipe heredero. Desde entonces éste y el rey Felipe II profesaron tan gran devoción al santo a cuyo milagroso contacto se había comenzado la curación, que con el mayor celo y eficacia activó el rey Felipe II la canonización del bienaventurado fray Diego. Desde entonces quedó también la costumbre de traer a palacio el santo cuerpo cuando enfermaban de peligro los reyes; costumbre constantemente seguida por la dinastía austríaca y la de Borbón, y que nosotros hemos presenciado dos veces en el reinado de Fernando VII. Fragmento del libro LOS PRISIONEROS DE FELIPE II.  José Muñoz Maldonado. Guadarramistas Editorial

Esta noche se hunde el barco más poderoso del mundo

TITANIC

 

Son las 21 horas del día 14 de abril de 1912. Las aguas del Atlántico norte mantienen la cristalina quietud que han mostrado a lo largo del día. Los lujosos salones de primera clase acogen a los selectos pasajeros. Son buenos tiempos para los ricos, más o menos como siempre, pero quizá aún mejores. Hacía muchos años que no se vivía un período igual de paz y prosperidad, una vez aparcadas las guerras de antaño, algo que no durará mucho. Los menos afortunados tratan de buscar nuevas oportunidades en América. Para ellos, la vida sigue igual.

En el puente de mando todo es satisfacción. El Titanic, o mejor dicho, el RMS Titanic, por eso de que los británicos gustan de poner su sello real a las cosas que fabrican -las siglas significan Royal Mail Steamship, es decir, Buque de Vapor del Correo Real-, mantiene un rumbo constante y seguro desde que salió de Southampton. No estaría mal aumentar la velocidad, al fin y al cabo se trata de competir con las navieras rivales y llegar lo antes posible a Nueva York, el puerto de destino.

Sobre las once de la noche el frío comienza a ser intenso. Las aguas profundas y negras reflejan, como un espejo, un cielo raso y estrellado, propio de las noches gélidas, que lo siguen siendo en esas latitudes a pesar de estar en abril. Estas aguas son dominio de los icebergs, esos bloques de hielo que dejan asomar por encima de la superficie del agua solamente una mínima parte de su volumen, pero que por debajo adoptan formas caprichosas y bordes punzantes. La tripulación está advertida, el capitán es consciente de ello, pero se hace irresistible la tentación de seguir a toda máquina. Al fin y al cabo aún no se ha divisado ningún bloque de hielo a la deriva.

A las 23:35 horas el pasaje reposa su cena, charla, bebe y fuma, según sus posibilidades. En el Titanic se aúnan todo tipo de condiciones sociales, aunque bien compartimentadas. Algunos pasajeros ya se encuentran en sus camarotes. También el capitán Edward J. Smith se ha retirado a descansar.

El vigía Frederick Fleet descubre un blanco resplandor a unos 500 metros de distancia, un enorme iceberg de 30 metros de altura. La noche sin luna -es luna nueva- impidió que pudiera verse a más distancia. El gran témpano de hielo se muestra impasible en medio de la trayectoria del colosal Titanic. Avisa al puente de mando, donde el oficial Murdoch observa por sí mismo lo que se viene encima. Quizá por esa tendencia natural y humana a esquivar el obstáculo, ordena girar el timón y frenar el barco iniciando la marcha atrás, pero los más de 22 nudos de velocidad, unos 40 Km/hora, hacen inevitable la colisión. La maniobra evita el choque frontal, pero el resultado ha sido peor. El iceberg, cuya parte sumergida es mucho mayor que la superficial, ha causado brechas de más de 100 metros que afectan a 5 compartimentos, a una profundidad de 5 metros por debajo del agua. Quizá un choque frontal hubiera causado daños menores. Son las 23:40 horas del día 14 de abril de 1912. La suerte está decidida.

El Titanic tardó poco más de tres horas en irse a pique con sus 2.223 ocupantes, de los que 1.514 murieron. Un iceberg tuvo la culpa, o mejor dicho, un trozo de hielo se estampó contra la osadía de un capitán y una naviera que quisieron presumir de poderío y velocidad. De nada sirvieron las bengalas, las llamadas de socorro, ni los escasos botes salvavidas que se repartieron entre el pasaje, en perfecta armonía con la lucha de clases. El RMS Carpathia, un transatlántico menor, perteneciente a la compañía contra la que el Titanic competía, la Cunard Line, paradojas de la vida, llegó a las cuatro de la mañana al lugar de hundimiento. Solo pudo rescatar a los “afortunados” pasajeros de los botes. Los demás ya habían muerto arrastrados por el Titanic, ahogados o víctimas de hipotermia.

Las obras de construcción del Titanic fueron financiadas por el empresario estadounidense J.P. Morgan, bajo la dirección de los diseñadores e ingenieros William Pirrie, Alexander Carlisle y Thomas Andrews. Comenzaron en 1909 en los astilleros de la empresa Harland and Wolf de Belfast, en Irlanda del Norte. Con sus 269 metros de eslora, 28 de manga, 18 metros de altura hasta la cubierta y más de 46 toneladas de peso, su objetivo era competir con otros enormes transatlánticos como el Lusitania, de la empresa rival Cunard Line, -la del Carpathia-. Parece que el destino estaba escrito para los dos colosos. La mano de la naturaleza acabó con el Titanic, la de los hombres, en forma de torpedo alemán, unos años más tarde, lo haría con el Lusitania. © ÁNGEL SÁNCHEZ CRESPO. Extracto del libro EL GENERAL QUE SE ALIÓ CON LAS ARAÑAS

El tiempo de los flagelantes

EL GENERAL QUE SE ALIÓ CON LAS ARAÑAS

EL GENERAL QUE SE ALIÓ CON LAS ARAÑAS

Henrici de Hervordia, un dominico alemán, cuyo verdadero nombre era Heinrich von Herford (1300-1370), describió en su Liber de rebus memoriabilioribus la forma en que los flagelantes se azotaban para calmar la ira divina que, según sus creencias, era la causa de la muerte negra, o lo que es lo mismo, de la peste. Decía Hervordia:

“Cada látigo se componía de un palo en cuyo extremo se ataban tres tiras de cuero estrechas con nudos. Cada uno de ellos estaba atravesado en el centro por dos puntas metálicas, cortantes como navajas, que sobresalían en cada lado formando una cruz de longitud aproximada a un grano de trigo. Con este látigo se golpeaban su torso desnudo hasta convertirlo en una masa de carne hinchada y lacerada, que goteaba sangre abundantemente y salpicaba las paredes. Durante las flagelaciones pude ver las puntas de metal penetrar tan profundamente en la carne que era necesario tirar dos o tres veces con fuerza para poderlas sacar de donde habían quedado enganchadas”.

Los flagelantes no surgieron como consecuencia de la peste. Aunque la práctica de la autolesión o automutilación se remonta a antiguos cultos egipcios y griegos, su germen se sitúa en 1156. Ese año, el monje calabrés Joaquín de Fiore, después de una revelación divina, había pronosticado el fin del mundo, la llegada de lo que él denominaba el reino del espíritu, algo que según sus cálculos debería producirse en 1260. Casualmente, un año antes de la fatídica fecha profetizada, es decir, en 1259, Italia, que desde el siglo XII se encontraba inmersa en permanente conflicto entre güelfos y gibelinos, enfrentados por el apoyo al papa o al emperador, sufrió una hambruna generalizada como consecuencia de una serie de malas cosechas. Se daban, pues, todas las condiciones para pensar que la profecía de Joaquín de Fiore se iba a cumplir y así sus seguidores comenzaron a azotarse públicamente como acto de penitencia para estar “preparados” ante la llegada del gran día.

En 1260 no llegó el reino del espíritu vaticinado por Fiore, la vida siguió igual, pero los flagelantes continuaron con sus prácticas de ciudad en ciudad, buscando adeptos a los que aseguraban el perdón de los pecados si se adherían a sus procesiones de martirio. La Iglesia reaccionó en 1261 prohibiendo este tipo de espectáculos, fundamentalmente porque los flagelantes ya contaban con varios miles de seguidores y comenzaban a ser una amenaza herética.

En 1348 se produjo la gran epidemia de peste, momento en el que los flagelantes, que desde mediados del siglo XIII habían ido perdiendo protagonismo, vuelven a aparecer. En su opinión, la peste era un castigo divino que solamente podía combatirse aplacando la ira sagrada mediante la recreación de la pasión de Cristo. Alemania y los Países Bajos fueron su principal campo de actuación.

Flagelantes, una amenaza para la Iglesia

Los flagelantes desobedecían las órdenes del papa, apedreaban a los sacerdotes que se cruzaban en su camino y llegaron a formar procesiones de hasta un millar de fieles. Su peregrinaje duraba treinta y tres días y doce horas, un día por cada año que vivió Cristo. Abandonaban sus bienes y dejaban de lavarse. Iban de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo procesionalmente, desnudos hasta la cintura, y algunas veces enteramente desnudos, orando, recitando salmos y azotándose casi sin descanso, para obedecer las órdenes de una supuesta carta llegada, según decían ellos, del cielo, y llevada por un ángel a la iglesia de San Pedro en Roma, en la cual se leía que Jesucristo, muy irritado contra los hombres, había cedido a los ruegos de la Virgen, su madre, y de los santos, y había perdonado a los pecadores, con la condición de que habían de azotarse. La milagrosa carta era leída en público a los concurrentes, y servía eficazmente al propósito de aumentar el número de azotadores que a ellos se unían. Celebraban su ritual de flagelación dos veces. Iniciaban el mismo leyendo textos sagrados, postrándose de rodillas y azotándose al ritmo de cánticos religiosos llamados “geisslerlieder”. Las mujeres que presenciaban el rito impregnaban sus vestidos en la sangre esparcida por el suelo para después extendérsela por el rostro y los ojos, creyendo que con ello quedarían liberadas de la peste. Las propias túnicas blancas de los flagelantes empapadas en sangre eran consideradas reliquias.

Una vez más, la situación creada por los flagelantes preocupó seriamente a la Iglesia. El papa Clemente VI, considerándolo una herejía, autorizó a los príncipes y magistrados que ordenaran quemar vivos a aquellos que se flagelaran en público, además de quedar excomulgados. Pero lejos de conseguir su objetivo, los penitentes fueron en aumento. Felipe IV de Valois reprimió duramente estas prácticas en la Provenza, hasta donde habían llegado procedentes de Italia.

Mientras la peste hacía estragos, los penitentes siguieron sus andanzas, disminuyendo sus actividades cuando la violencia de la epidemia descendía. Posteriormente, la Iglesia,  tras haber ordenado la quema y excomunión de muchos de aquellos que consideraba herejes, permitió en las órdenes y congregaciones religiosas que frailes y monjas se abriesen las carnes a golpe de látigo, práctica común y aprobada gustosamente por las altas jerarquías eclesiásticas. Más de un místico y mística lo ha hecho sin reparo y para ejemplo del resto de los mortales, siendo encumbrados hasta la santidad. ©ÁNGEL SÁNCHEZ CRESPO. EXTRACTO DEL LIBRO EL GENERAL QUE SE ALIÓ CON LAS ARAÑAS

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